Quién puede llegar a pensar que un púber escolar que falsifica la firma de su padre en un boletín para evitar un castigo por las malas notas, es un delincuente?. Práctica habitual, si las hay, que no va más allá de una travesura inocente, pero que institucionalizada luego en «la vida real», sea como empleado, comerciante, funcionario, o profesional, puede llegar a convertirse en delito, depende de para que se la realiza. Truchar la firma en una historia clínica, o un registro de asistencia, falsificar un cheque, o una factura y hasta una documentación pueden ser prácticas habituales sin intención de delito, pero como la ley no juzga la intención sino la acción, terminan siendo delitos en si mismo.
Por eso aceptar que truchar boletas o recibos de la administración municipal es una práctica habitual, apenas una irregularidad y no un delito, encierra el riesgo de encontrarse con comportamientos discrecionales que en homenaje a las prácticas habituales, incursionan en acciones que pueden desembocar en actos de corrupción, que con la interpretación liberal de algunos pueden llegar a considerarse «prácticas habituales».
Esto que pareciera ser un juego de palabras, tal vez sirva para la reflexión de quienes por interpretar que existen desviaciones consuetudinarias en los procedimientos administrativos, aceptan la incorrección como inevitable, puenteando a la ley con la excusa de que lo que realizan es una «práctica habitual». Tienen al sujeto a mano, pero como siempre le falsificaron la firma, no creen necesario que lo haga. En el boletín de la vida ocultan hasta un 10 porque la práctica habitual les enseñó que la firma había que falsificarla. Así todo es más rápido, más expeditivo, menos problemático. Y en la política adoptan el mismo estilo, la misma costumbre, con la excusa de que lo hacen para la corona. Vaya a saber… la «práctica habitual» de la ciudadanía es desconfiar de los políticos, ¿por qué entonces no hacer las cosas bien?.