Un nuevo accidente de tránsito, cuyos protagonistas son menores, vuelve a movilizar a la opinión pública y a poner una vez más sobre el tapete el problema de los menores al comando de vehículos motorizados, especialmente motos y cuatriciclos. Sabido es que los menores son intrépidos, arriesgados, su noción del peligro es menor, aman la velocidad, el riesgo y la adrenalina. No tienen aún el equilibrio necesario para poder manejar sus actos conforme a las disposiciones y reglamentos que rigen la conducta de las personas. Son chicos, no saben de responsabilidades.
No tiene sentido que carguemos las tintas sobre tal o cual vecino, porque además sería injusto. Son demasiados los padres que ponen en mano de sus hijos un arma, sí, un arma que en determinado momento se puede disparar contra ellos mismos. Podrán invocar muchas razones, seguramente para ellos atendibles, pero ante la evidencia de un accidente, de un menor herido gravemente, a punto de quedar lisiado o perder la vida, no hay excusa alguna que valga.
Este mensaje que pretende llegar a muchos, es probable que sea aceptado por pocos, porque precisamente son muchos los que están en falta, los que aún no han comprendido que cuando un chico pone en marcha una moto o un cuatriciclo para circular por la ciudad, está poniendo en riesgo su vida, lo más preciado de un ser humano.
Si este mensaje sirviera para que aunque sea un padre decida preservar la vida de su hijo, estaríamos satisfechos. Y seguros que ese ejemplo serviría para que muchos otros padres hagan lo mismo.
La felicidad de nuestros hijos no debe medirse por lo que les damos, la nuestra tampoco. Si otros padres lo hacen allá ellos, no debe ser esa la excusa para que nosotros también lo hagamos.
Porque siempre está vigente el dicho «después del niño ahogado, María tapa el pozo», es que debemos taparlo antes, no permitir que el pozo devore nuestros niños.
Uno solo, tan solo uno que decida poner fin a esta locura, será suficiente. Vendrán muchos otros, estamos seguros.