Nuevos conceptos de interpretación histórica pusieron fin a una pintoresca tradición
Quienes pintan algo más de medio siglo, no podrán dejar de recordar las pintorescas fiestas de los «gallegos» casarenses para cada 12 de octubre, conmemorando el «Día de la Raza», fecha de 1492 en la que el almirante genovés Cristóbal Colón llegó a estas tierras «descubriendo» América. Ese día muy temprano los españoles afincados en Casares, también sus hijos, salían en varias camionetas por las calles de la ciudad con un conjunto de gaiteros que interpretaban canciones españolas, mientras los alegres hijos de la madre patria de nuestra ciudad, ataviados con ropas típicas, bailaban jotas y otras danzas , anunciando jubilo-samente una fecha para ellos «patria». Delante de las camionetas el prócer «gallego» casarense don Antonio Cladera con su infaltable puro en sus labios, tiraba bombas de estruendo como para que la comunidad toda se despierte y participe del acontecimiento.
YA NO…
Pero bueno, otras interpretaciones, con menos nostalgia y más rigor histórico en el tratamiento de aquella epopeya, le dieron otro sentido a dicho suceso, entendiendo que lo realizado por la corona española de Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, fue una conquista de territorio habitado por pobladores desde hacía 30 mil años, que habían desarrollado diversas culturas que en algunos casos los conquistadores las destruyeron.
Sea como fuere es imposible borrar esa nostalgia que significa el tener que resignar de aquellas fiestas, alejadas de toda otra connotación racista, en las cuales realmente festejaban la llegada de ellos como inmigrantes a nuestro país y en el caso que nos ocupa a Carlos Casares, donde, es justo decirlo, construyeron gran parte de nuestra identidad conjuntamente con las comunidades italiana y judía, y por qué no también con vascos, polacos y otros.
No habrá más gaitas ni júbilo «gallego» los 12 de octubre, tampoco habrá romerías ni bailes callejeros con los vecinos inmigrantes desempolvando sus trajes típicos, pero igualmente quedarán por siempre aquellas imágenes, la música, y fresca la alegría de una comunidad cuya sangre llevamos una gran parte de los casarenses en nuestras venas.