Es cierto que no se puede vivir de nostalgias. En rigor los tiempos nuevos han sepultado tradiciones y costumbres, y tal vez el carnaval haya pasado a ser para los habitantes de la ciudad una tradición que ya fue.
Es probable que los vecinos más jóvenes, aquellos que no han llegado al medio siglo de vida, sólo recuerden algunos pantallazos, la tenue intención de algunos gobiernos comunales de reverdecer una fiesta popular que se iba perdiendo, alentando a distintas comisiones a organizar corsos y bailes, cuyo éxito fue relativo, les faltó lo esencial que era el entusiasmo y participación de los vecinos, como lo fuera años atrás.
Cómo no recordar aquellos famosos corsos en la Avda. San Martín, que también los hubo en la Avda. 9 de Julio, con ese incesante desfile de miles y miles de vecinos, gran cantidad de máscaras, centenares de piujuju, disfraces originales, otros de la pobreza, hechos con tapitas de cerveza o lo que encontraran a mano, cabezudos, leones, osos y los consabidos toros con su enorme cornamenta y atributos al dorso, que topaban a todo el mundo, los gauchos culones que con sus fustas castigaban a medio mundo. Las chicas con impermeables porque las mojaban, armadas de pomos para mojar también ellas, y los carruajes, comparsas, murgas y la más insólita variedad de disfraces colectivos en los que no faltaban los enfermos en sus camillas con enfermeras y hasta suero, sepelios, cocodrilos y cuidadores, monstruos en sus jaulas, en fin, un festival carnavalezco en el que la diversión era el común denominador. El centro de la calzada estaba dominado por kioscos improvisados que vendían serpentina, papel picado, pomos y hasta plumerillos para que los varones acaricien a las mujeres a su paso. Un locutor anunciaba las atracciones, publicitaba los bailes y recitaba la publicidades con las que el comercio sumaba su colaboración a esa auténtica fiesta popular. Y ni hablar cuando llegaba las 12 de la noche y tiraban la bomba anunciando la terminación del corso. Allí comenzaba una verdadera batalla campal de globos y baldazos de agua, en las que todo el mundo -salvo los que emprendían la retirada- terminaban empapados. Y después, todo el mundo a bailar, los bailes de carnaval eran el broche a tanta jarana popular.
Todo se perdió, al menos en la ciudad. Salvo en las localidades del campo, el caso de Smith, cuyas pretensiones son la de tomar la posta carnavalera y hacer de su carnaval la fiesta oficial, mueven al esfuerzo de la comunidad. También Moctezuma se sumó, y con éxito, a ese intento de recobrar la magia de esa fiesta que en otras ciudades y en otras provincias, sigue vigente y concita el interés de propios y ajenos, llegando a tornarse en fuente de turismo.
Carnavales eran los de antes…ya ni siquiera se juega con agua, se ha perdido la tradición, ¿será muy loco intentar recobrarla?.