Días pasados cuando hablábamos de la estancia La Media Luna, recordamos entre muchas otras cosas los famosos pic-nics que se hacían en el entorno de su espectacular parque. Allí iban los estudiantes secundarios de la época, también sus profesores, los que eran recibidos por el mayordomo de la estancia el inefable Ricardo «Vasco» Bassagaisteguy, que inclusive prendía el fuego y los agasajaba con deliciosos asados.
Los memoriosos de aquellas épocas no olvidarán el revuelo que supieron causar aquellos pic-nics, fruto de algunas travesuras románticas de los estudiantes de los años más avanzados, los que fueron sorprendidos en situaciones consideradas non santas o pecaminosas para aquellos años de recato y moralina. Comentario que llegó a los oídos del cura de la época, de apellido Di Yorio, (era fines de septiembre de 1954), quien un domingo cuando la iglesia estaba atestada de fieles, desde el púlpito hizo una severa y encendida condena, derrochando adjetivos por la actitud de esos estudiantes, negándoles incluso la comunión. Era tal la indignación del cura y tan fuertes sus palabras que las estudiantes señaladas se retiraron de la iglesia y tras ellas padres, hermanos y parientes, todos rojos de vergüenza. El padre Di Yorio llegó a decir que hasta tenía foto de las obsenidades cometidas, y que Dios los iba a castigar sin misericordia.
Por mucho tiempo se habló de ese «famoso» pic-nic, quedando «marcadas» muchas de aquellas jovencitas que en realidad fueron sorprendidas dándose unos besos y en algunas efusividades que hoy no sorprenderían ni siquiera al más recato de los mortales. Para muchas de ellas y para las de otros cursos de 1º, 2º y 3º se acabaron los pic-nics porque en el fondo sus padres desconfiaban de que «algo hubiera pasado». El comentario de la calle agrandó las cosas de tal manera, que llegaron a alcanzar un color tan subido, que sólo el relato hacía horrorizar a las damas mojigatas de la época, que hasta llegaban a persignarse cuando escuchaban los detalles de esa estudiantil aventura.
Pero bueno, en aquella época esas manifestaciones públicas eran objeto de condena social, y más aún si llegaban a oídos del cura del pueblo que tenía bajo su guarda la moral de los fieles de la iglesia.