Salvo el caso de unos pocos vecinos que transitando el ocaso de sus vidas decidieron cerrar anticipadamente su ciclo tal vez por soledad, falta de motivaciones o presumiendo enfermedades, hemos observado que una gran mayoría de los suicidas son jóvenes, incluso muy jóvenes quienes se han sentido en una encerrona de la que no han logrado salir, creyendo precisamente que la autodestrucción era esa salida. En el caso de los chicos más jóvenes, se han dado incluso con algunos que apenas habían salido de la adolescencia, el análisis se interna más en el mundo de la psicología, dado que a la vista del ciudadano común tales decisiones resultan incomprensibles. Ya en el caso de aquellos jóvenes que han transitado la adolescencia y conviven con la problemática diaria de los adultos comprometidos con el trabajo, la familia y las obligaciones que conlleva el ser partícipe de esta ciudad, cuesta entender cómo a contrapelo del empuje y la fuerza que les da la juventud, bajan los brazos, tienen una visión negra de los vaivenes de su existencia y determinan que la claudicación es una solución, o acaso la verdadera solución a sus problemas. Se autoculpan, como viéramos en un caso reciente, o sienten que la incomprensión y el medio que los rodea se han vuelto invisibles y deben afrontar solos sus pesares y desventuras. Claudican sin luchar, piensan que la desaparición física será el verdadero alivio y desnudan su miedo a la vida, prefiriendo la ausencia antes que la valentía de enfrentar el mundo tal cual es y en el que les ha tocado vivir.
El ver inmolarse a jóvenes de 20, 25 o 30 años llama a pensar que no deben estar funcionando los mecanismos sociales capaces de contenerlos, generarles optimismo como para pensar que la vida sigue, que si bien los escollos son muchos y las gratificaciones pocas, hay que mirar hacia adelante y pensar que únicamente con el esfuerzo, la perseverancia y la fuerza de voluntad se pueden sortear esos escollos y llegar a la conclusión que a esa edad la vida es bella, y que tienen todo por delante.