Era un 22 de noviembre, día de Santa Cecilia, la Santa Patrona de la Música, y el que mejor interpretaba la música de motores del automovilismo de competición, daría su último concierto…
El muchacho de Moctezuma, el emblema deportivo de Carlos Casares, iba a la competencia de Lobos en procura de la victoria que lo afirmara en su ilusión del tetra campeonato y lograrlo con la marca de sus sueños: Chevrolet. Había ganado con muy buen ritmo la primera serie y sobre el mediodía, cuando el sol caía a plomo sobre el circuito, se puso su casco azul que lo acompañara en tantas batallas, le hizo un gesto a su escudero Amadeo “Huevo” González y como un Quijote del Turismo de Carretera, se fue a enfrentar los molinos de la distancia que lo separaban de ese sueño, con su Chevy azul y blanca con el numero 9 a sus flancos. Todo iba de maravillas, el “Gallego”, el “Toro” de Casares encabezaba la clasificación con 30 segundos de ventaja sobre el Chueco Romero (que alguna vez manejó uno de sus autos), la muchedumbre deliraba… Encararon, encolumnados una vez mas la ruta 205 doblando a la izquierda cuando a unos mil quinientos metros de ese ingreso, el reventón del neumático delantero izquierdo del auto del puntero, lo arrojó de lleno contra un talud de tierra que estaba, paradójicamente, como medida de seguridad. La Chevy dio con el lateral que ocupaba Mouras y la desaceleración de 230 km a cero, fue tremenda y le produjo la rotura de las vértebras cervicales y el deceso instantáneo. Por eso, Lalo Ramos, que pasó por el lugar a paso de hombre, le decía a Luis Calí, bañado su rostro de llanto “Roberto se mató… parece un trapito..”, El Chueco Romero no tenía consuelo… Oscar Aventín sufría una crisis de nervios, el Tano Pernía, en un mar de lágrimas, se abrazaba a sus hijos y a lo largo del circuito, el silencio doloroso, el llanto y los ayes de pesar, reemplazaron a la música de los motores que atronaban los espacios minutos antes. El piloto más querido, el ídolo de los seguidores del automovilismo, más allá de colores y de marcas, había pagado con su vida, ese sueño de velocidad y triunfo, y logrando su victoria número 50, dolorosamente entraba al mundo de la inmortalidad. Ese 22 de noviembre de 1962, sería una fecha con crespones de luto para siempre en la historia del Turismo de Carretera.
Después vendría el incesante desfile de personas por el Salón Blanco de la Municipalidad de Carlos Casares. El “olé, olé, Toro, Torooo…”, como tantas veces lo habían saludado en triunfo, hoy, mil gargantas enrojecidas y rostros bañados en lágrimas le daban el último adiós.
Ese reconocimiento que, dos semanas después de su muerte, cuando Oscar Aventín elevaba, con ojos humedecidos, sus brazos al cielo, festejando, en un festejo sin alegría, su campeonato, mientras la hinchada de Ford recordaba y homenajeaba al ídolo de Chevrolet con un estruendoso “se siente, se siente, Roberto está presente” , era el índice que Roberto José Mouras sigue vivo en el sentimiento de miles y miles de argentinos y por eso, hoy a 20 años de su partida física, cientos de banderas con su rostro y su nombre pintado en todos los circuitos donde se dispute una competencia de automovilismo, una categoría, como el T. C. Mouras, que lleva su nombre, circuitos que lo perduran en el tiempo, el Museo que lo recuerda en nuestro medio, son el índice que nos indica que ROBERTO JOSE MOURAS, NO HA MUERTO.