El mensaje del Papa Francisco ha calado hondo, no solo en el seno de la iglesia católica sino el mundo entero. Moderno Mesías del siglo XXI eligió a la juventud para recomponer y corregir el rumbo de la Iglesia Católica, para difundir la palabra de Jesús y alentar a los jóvenes a convertirse en misioneros y difundir el bien, arrancar el odio, la violencia, la intolerancia y el mal en todas sus formas. Millones de personas escucharon en Río su palabra emocionados, vieron en él a un mensajero de la paz, a un pastor que les señalaba el camino correcto no sin antes expresar una profunda autocrítica referida a los desvios de la iglesia y a quienes deben difundir las enseñanzas de Cristo, manifestando que están atrasados frente a una sociedad (la del siglo XXI) que les exige mayor humildad, que no se sientan «príncipes», dejando bien en claro cual es el rumbo que quiere para la Iglesia.
Francisco debe ser el ejemplo a seguir. Es Indudable que va por todo, no solo en la búsqueda de recuperar lo perdido para la iglesia católica, sino para convertirse en un líder mundial que busca recomponer los valores perdidos por la humanidad. Su mensaje es universal, ecuménico, le habla al ser humano en su esencia, sea del culto que fuere, la ideología que profese o cualquiera sea su nivel social.
Lo sucedido en Brasil no es un fenómeno casual, movió multitudes como jamás Papa alguno llegó a movilizarlas, su palabra, sus gestos llegan a los lugares más recónditos del mundo, porque precisamente la profundidad de su prédica tiene por objeto derribar las barreras de violencia e incomprensión que dividen a los hombres, para edificar un mundo nuevo.
También las enseñanzas de Francisco deben encontrar respuestas en los líderes mundiales, sectoriales, en las grandes y pequeñas comunidades. «Jesús no nos trata como esclavos -dijo- sino como hombres libres, amigos, hermanos, el Evangelio es para todos, no para los que nos parecen más cercanos, mas receptivos, más acogedores, es para todos».
Francisco fue más allá de lo que mostraron las imágenes. Besó a cientos de niños, estrechó miles de manos, arrancó torrentes de lágrimas, tomó mate y besó decenas de banderas de San Lorenzo, pero lo que dejó fue mucho más profundo, acaso milagroso.
Aquel cartel que decía antes de su visita «los brasileños somos alegres, más no somos felices», tal vez hoy ya no tenga sentido, Brasil despertó el día lunes con la felicidad de haber vivido un acontecimiento histórico, feliz y mágico a la vez.